miércoles, 20 de mayo de 2009

MARIO BENEDETTI NO HA MUERTO

Ricardo Candia Cares
20 de mayo 2009


Mi camarada Patricio López me avisa de la muerte de Mario Benedetti como si fuera posible tal evento. Sonaron sus palabras como si fuera verdad que nuestro querido viejo pudiera ser secuestrado por la muerte y aceptar, sin más ni más, que finalmente su cuerpo será absorbido por la tierra. Me negué a creer que se venía una pena de las mayores. Es que no hay, no puede haber, tanta muerte en el mundo, a pesar de los canallas, para derribar a un camarada como Mario Benedetti.
La primera vez que vi la cara de buena persona de Mario Benedetti fue en Cuba, en un estante del lugar en que debía hacer una inútil guardia bajo los aguaceros de las madrugadas de ese julio de 1983. Entre otros títulos, encontré, ajado por los muchos guerrilleros que ya lo habían leído, un ejemplar de Todos los Cuentos. Al desvelo que precedían esas dos horas de posta, le seguía una sesión de lectura, en la selva fragante de Guanabo, escondido de los jefes.
Antes de eso, sabía de su poesía por los canales de lo clandestino y resultaba imposible no adentrarse en las esquinas de los conspiradores si no recitabas, como una manera de espantar el miedo, algún verso de Mario Benedetti. Un ritual para obligarse a ser valiente. En las casas de los compañeros colgaban poemas escritos en infinitos estilos artesanales, como una bella manera de decir te amo y por eso combato.
Los largos viajes, las largas noches, los largos miedos de esos años en que jugársela contra la dictadura era una tarea en la que miles poníamos todo nuestro empeño, la lectura de Mario Benedetti y el canto de sus canciones, eran una necesidad para la sobrevivencia. Como una especie de amuleto, por largo tiempo anduvo entre mi carencia, una edición de tapas negras del Inventario Uno. Su lectura resultaba necesaria para el hambre, el frió y el miedo. Dichas en un susurro en el oído de los amores de entonces, era un ritual infalible que tenía asegurada la recompensa de la reciprocidad.
Quiero decir que Mario Benedetti fue un compañero inevitable en cada día y noche de aquellos de cuantos ocupamos para derrotar la dictadura. Aunque no nos haya ido muy bien, si hemos de juzgar por los resultados.
Era una bella forma de resistir leer a este viejo respondón que escribe dios sin mayúscula. Era una bella manera de acompañar al amor furtivo de entonces, bajo la prohibición de acercarse a nuestras casas impuestas por las elementales medidas de seguridad, con la represión en nuestros talones. Portar el Inventario Uno, que me siguió por tanto tiempo, era un acto de heroísmo auto inflingido. Nunca supe en qué parte quedó ese amado libro de tapas negras, con recuerdos entremetidos en sus hojas amarillas, y a pesar que me hecho de nuevos ejemplares, nunca he sentido ese aroma que despertaba bajo mis narices cada vez que lo abría. Cuando tuve que huir, lo primero que aseguraba era mi amado libro.
Cada vez que me acerqué al ejercicio inevitable del amor, los versos de Benedetti fueron inspiradores de memorables noches acunadas por esos versos que enardecían la sangre y te coronaban de certezas y te prodigaban promesas de amor eterno, de amor de carne, de huesos, de tierra perfumada, con susurros de los hermanos hombres y mujeres que han buscado y seguirán buscando una tierra como la describió con su voz de hombre bueno nuestro Benedetti.
Por los designios estrafalarios de la vida que nos construimos, a veces con furor, otras con bronca, pero siempre con enormes ganas de vivir, la noticia absurda de la muerte de Mario Benedetti, me llega junto con el toque insolente del amor que se me presentó por el milagro de lo misterioso. No estaba solo al recibir el telefonazo y puse mis ojos con pena en los de mi amor que me miraba sin entender el dolor que insistía en salir al modo de las lágrimas.
Uno ama cuando lee las letras concebidas por Mario Benedetti y se deja amar cuando las escucha. Fuimos también los personajes de sus cuentos y protagonistas de sus historias. Nos invitaba a ser autores también de esa poesía hecha de gente, de toda la gente, que salía de sus ojos buenos y que nunca la reclamó como propiedad privada.
Cuando llegamos al subterráneo de la calle Borgoño, entrando por Santa María, no pudimos dejar sentir un estremecimiento propio de saber que nos enfrentábamos a la maldad en estado puro. Pero nos salvó un Hombre preso que mira su hijo. Sabíamos que afuera, en ese septiembre de maldición, estaba el cielo torvo, con helicóptero y sin dios, pero también estaba Pedro. Todos queríamos ser Pedro, no importa cuantos capitanes se supusieran más allá de las capuchas y del miedo.

No hay comentarios: