sábado, 27 de junio de 2009

Asamblea Constituyente? No, gracias, por ahora no.

Ricardo Candia Cares
23 de junio 2009

La Constitución del 80 tiene la edad suficiente como para despedir el olor nauseabundo de lo podrido. El año 2005 se realizó una puesta en escena en la cual se le quitó el nombre del dictador al texto y se lo reemplazó por el del presidente de la época, único cambio de cierta relevancia.
A pesar de todo, esta Constitución ha desarrollado la virtud de hacer que muchos de sus otrora furibundos contradictores, se hayan acostumbrando a su vigencia al extremo de parecerse cada día un poco más a sus inspiradores y redactores. A oler más o menos parecido.
De vez en cuando aparecen propuestas para exigir una Asamblea Constituyente que dé paso a una nueva Constitución. Algunos, con una candidez de ángeles, han propuesto que en el voto de cada elección se escriban las letras AC, para que el populacho exprese así la necesidad de una Asamblea Constituyente.
Sin embargo, impulsar en estas condiciones un movimiento por una Asamblea Constituyente puede exponernos a un riesgo tal, que el remedio nos mate y no la enfermedad.
La fuerza arrasadora de los medio de comunicación, sigue en manos de quienes son dueños de casi todo y sólo existe lo que sale en la tele. Lo que parece gordo, está en verdad hinchado, lo amarillo parece oro, algunos defensores del modelo, como de izquierda y algunos izquierdistas como fachos.
Con la gente desmovilizada, sin las organizaciones sindicales y sociales democratizadas, ni representando de verdad los intereses de la gente, se puede esperar mantener las cosas no sólo como están, sino peores.
Una nueva constitución, si es de verdad democrática, debe nacer por la presión aplastante de los sectores sociales que no aceptan este orden que los margina, debe imponerse por la voluntad demoledora de millones.
Un cambio democrático profundo necesita renovar las organizaciones sindicales que no han sabido interpretar la exigencia de estos tiempos, sobreviviendo a la sombra fresca del poder sin hacerle ningún daño. Un cambio radical exige, también, repensar qué es la izquierda, qué quiere y para dónde va. Porque hasta ahora, como dice José Saramago, militante del Partido Comunista portugués, la izquierda no tiene puta idea del mundo.
Sólo el pueblo movilizado puede impulsar cambios democráticos. Pero hasta ahora, lo que hemos entendido por movilizaciones del mundo social no ha pasado de ser, gran parte de ellas, una manera más de agitación inservible. Muchas organizaciones de trabajadores, en otros tiempos aguerridas trincheras de lucha social, han sido amaestradas por el sistemita y transformadas en una poquita cosa inofensiva.
Las elecciones de cada casi dos años, se han instalado como el momento en que se verifica lo democrático del país, sin tomarse la molestia en diferenciar entre votar y elegir. Las elecciones, tal y como las conocemos, han servido y seguirán sirviendo, para que los partidos políticos existentes reproduzcan la manera de cómo vienen repartiéndose el botín, usando para el efecto, el tan cómodo para todos, sistema binominal.
Al movimiento popular, entendido como la organización y movilización política de las mayorías afectadas por el orden político y económico, por lo tanto cultural y social, corresponde impulsar un movimiento capaz de generar una fuerza tal que obligue a terminar con la Constitución del 80, paso previo a la democratización real del país.
La Constitución no se va evaporar espontáneamente. Ni se va a suicidar. Sólo la tremenda fuerza de la gente, organizada o no, podrá acorralar al sistema. Sólo la desobediencia civil, entendida como una permanente movilización de la mayoría que se niega a permanecer en el estado actual, podrá cambiar la legislación y la constitución.
Rebelarse contra este orden debe considerar las elecciones que fija el cronograma institucional para elevar las condiciones de organización y movilización de las personas. Votar, sólo si es útil para cambiar las cosas, no para optar entre arroz graneado y papas fritas.
Para comenzar a cambiar las cosas hay que tener el convencimiento de que nada es inmutable y que la condición necesaria para que estos cambios se produzcan, es la participación de la gente, la movilización decidida de los perdedores de siempre.
Lejos, muy lejos, a la deriva en los laberintos de los acuerdos, pactos, negocios, cálculos ambiciones, una izquierda. Otra, en la ciénaga de las indecisiones. Y la mayor parte, en la casa, entre la nostalgia y la bronca. La suma de este espejo quebrado le despeja el olor a rancio de la Constitución, le pone encima una poción mágica, la santigua con inciensos aromáticos y bálsamos milagrosos. Para que sea vea bien robusta y sana.

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