jueves, 23 de julio de 2009

Derecho a reunión y derecho a rebelión

Ricardo Candia Cares

De haber estado vigente la ley que quiere prohibir las reuniones públicas, Salvador Allende no habría podido celebrar su triunfo aquel cuatro de septiembre de 1970, desde las ventanas del edificio de la FECH, frente a la Biblioteca Nacional. O le habría salido bastante caro.

La lógica de la seguridad nacional, administrada por la Concertación, parte del supuesto que las manifestaciones públicas son un atentado al orden, la propiedad y las buenas costumbres. Tal como lo piensa el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y los manuales de la Doctrina de la Seguridad Nacional.

No bastando el decreto supremo 1.086, del glorioso año de 1983, firmado por el mismísimo Augusto Pinochet, que impide la reunión en lugares públicos sin permiso previo, y con el evidente ánimo de perfeccionar la democracia construida en veinte laboriosos años, el ejecutivo, con el apoyo de los parlamentarios de la Concertación, promulgará una ley que hace aún mucho más difícil la libertad de expresión y de reunión.

El cálculo de los que administran la contra inteligencia es simple. Si se sanciona a los organizadores de un evento público con multas y cárcel, va a ser difícil encontrar a quien quiera arriesgarse, porque en ningún país del mundo es posible tener el control absoluto en una reunión pública en la que participan diez mil o treinta mil personas o más.

Los actuales administradores se olvidaron de sus tiempos de rebeldes cuando desfilaban de seis en fondo, con un linchaco en la cintura, una caña de colihue a modo de fusil, y un casco de construcción en sus cabezas. Recordarán aquellos tiempos con un dejo de vergüenza, cavilando en las cosas que se hacen cuando se es un inmaduro adolescente.

Hoy, cualquier conducta que desordene el ambiente es considerada como atentatoria contra la moral, el orden y las buenas costumbres. La derecha, que siempre ha admirado el orden de las tumbas y de los regimientos y ha criminalizado todo aquello que despeine o tienda a despeinar, ha logrado ganar ideológicamente a los que antes querían fundar guerrillas en donde hubiera unos matorrales.

Para la Concertación y su política cultural, los derechos Humanos son sólo aquellos que se violaron durante la dictadura y no aquellos consagrados en la declaración de las Naciones Unidas y que se violan todos los días. No les cabe en la cabeza que el derecho a reunirse sin pedir permiso en lugares públicos es tan vital como el aire. Amnistía Internacional ha reiterado su demanda al estado chileno para que derogue el decreto ley 1.086, precisamente porque vulnera los derechos a reunión, propios de un país decente.

Para reforzar la necesidad de una ley tan retrógrada como la que se piensa, el estado hace su aporte con personal encubierto. No han sido pocas las veces en que los organizadores de eventos públicos de carácter político, han denunciado la aparición de sospechosos sujetos que se infiltran entre los participantes con el propósito de generar los desordenes que, minutos más tarde, servirán de argumento para que la maquinaria represiva, perfeccionada en veinte años de labor encomiable, entre en batalla sin discriminar entre desordenados y pacíficos. Ahora servirán para meter preso a los organizadores y/o cobrarles los daños causados.

Quien circule a diario cerca del palacio de La Moneda, se habrá dado cuenta de la dificultad que existe para caminar por esa explanada. Cada vez es más evidente el temor del poder, de todo poder, hacia la gente común y corriente. Es penoso ver cómo el lugar donde murió Salvador Allende se encuentra cercado por una reja más propia de un chiquero.

Las grandes alamedas están cercadas por carabineros, humo tóxico, lanza aguas, infiltrados, cámaras secretas y francotiradores. Si algún soñador se cree el díctum en tránsito de muerte de Salvador Allende, deberá arriesgarse a pagar dinero en efectivo o con cárcel su aventura. Las grandes Alamedas deben entenderse sólo como una metáfora. Y eso de abrirlas, ni pensarlo. Estarán cercadas por las fuerzas del orden.

El temor al desorden y el amor al orden, visto por los cavernarios que redactan las leyes y quienes las promulgan, daría hasta para castigar el principio de la entropía. Los dueños y administradores del poder necesitan que nada se salga de su curso, que todos caminemos derechitos.

Ser como plantaciones de árboles, como cruces en las tumbas, como soldaditos de plomo de ministro, como los números de la economía, como niños criados rigor de la guasca mediante. Buenos chicos y ordenados.

Rebelarse contra leyes injustas es un derecho tal como el aire lo es. Desobedecer aquello que ofende el espíritu libertario de la gente es una exigencia de los dignos. No ser domesticado por el sistemita, negarse a ser cooptado por tres chauchas, arrodillarse sólo ante el amor, es vivir al modo de las personas con decoro. Sin pedir permiso.

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