lunes, 7 de septiembre de 2009

De Caupolicán a Bachelet

Ricardo Candia Cares


El año 1858 el gobierno de la época concedió una beca para que el pintor chileno Nicanor Plaza se perfeccionara en la selecta Escuela Imperial de Artes, en París. En ese tiempo Plaza participó en un concurso norteamericano para plasmar en escultura el ideal del último mohicano. Su modelo, tocado de plumas arco y flecha, no figuró. Muchos años después, desempolvó su escultura, le cambió el nombre y la ubicó en uno de las terrazas del cerro Santa Lucía.

El último mohicano, paso a llamarse Caupolicán y ni a Plaza ni a las autoridades de la época, se les movió un músculo de la cara.

Poco después de esa acción de arte, el estado chileno inauguraría la manera con que ha venido enfrentando el “problema mapuche”. Invadió y ocupó con el ejército su territorio, persiguió y asesinó a sus dirigentes y autoridades religiosas. En las puertas de los fuertes les repartió alcohol, enfermedades y comida a los que quedaron vagando después de perder la guerra. Y repartió también iglesias para reconfortar el espíritu de los vencidos y perdonar a quienes los ofendieron.

De ahí en adelante, una vez cambiados los antiguos fuertes por modernos regimientos, la imagen con que la sociedad chilenas vio a los mapuche, las sacó de las caricaturas de los cronistas españoles que agrandaban a sus enemigos dotándolos de capacidades sobrehumanas para que el rey español supiera del valor de sus hombres.

Los libros de historia reprodujeron lo que los triunfadores quisieron escribir. La imagen de Lautaro, Colocolo, Caupolicán, Galvarino, era enseñada en las escuelas como símbolos de la aguerrida raza que había existido antes. Porque si el estado, mediante la escuela, reprodujo esas láminas en la cuales se mostraba a esos mapuche, fue para que nadie viera a los de verdad.

El estado chileno, no ha querido ver al mapuche. Y ha querido inocular esa ceguera mediante todas las formas posible. La más extendida ha sido la usurpación de sus tierras. Los latifundistas contemporáneos no podrían demostrar que las tierras que ocupan han sido adquiridas de un modo legítimo. Tarde o temprano, si alguien se tomara la molestia de revisar la documentación, va a encontrar la trampa o el crimen.

Otra manera de hacer invisibles al mapuche y a todo lo que se le parezca, es la caricatura del indio borracho, flojo y bruto. Tal como la bandera chilena es la más bella del universo y la canción nacional es el segundo himno más glorioso después de La Marsellesa, el mapuche es flojo, borracho e ignorante. Y los gloriosos guerreros que lucharon por tantos años contra sucesivas invasiones de incas, españoles y chilenos, eran otros, de otros tiempos, no los de ahora.

Los que inspiraron La Araucana, Arauco Domado y otras tantas loas en verso y prosa, son una raza que desapareció. No pueden ser estos: doblados en el alcohol, vendiendo su carencia en los mercados, que apenas sobreviven acorralados en las pocas tierras que el despojo les va dejando, los que están condenados a servir a sus vencedores desde los trabajos más mal vistos y abusivos.

Como si la derrota fuera eterna, los vencedores se arrogan el derecho de cobrar cada día su triunfo mediante la explotación de empleadas domésticas, panaderos, basureros y toda labor indigna a los ojos de los que mandan.

Y como si la derrota no fuera suficiente, gendarmes y carabineros, mal pagados, maltratados, malvenidos, son en su mayoría, hijos y nietos de mapuche que buscan en esos oficios cortar la rutina exasperante de la pobreza. Dejan los campos de sus padres y abuelos, se van a las ciudades y retornan envueltos en uniformes amenazantes y empuñando las armas que el estado les entrega para restaurar el orden y la ley que sus progenitores insistes en discutir.

En los últimos años, la imaginación de los que mandan respecto de innovar en formas de mantener al mapuche invisible, han ido a la baja. Han restaurado el viejo argumento, cambiando sólo de marca: del Máuser, a la Uzi. Las elecciones y la inconveniencia electoral de un mapuche o varios mapuche muertos, para el caso da lo mismo, ha estimulado la búsqueda de soluciones de fondo, las que terminan siempre siendo parches estúpidos que alejan las soluciones reales.

Resulta imposible resolver las deudas que el estado tiene con la gente mapuche si no se es capaz de develar toda la historia desde el principio de los tiempos. Porque las claves de la manera con que la sociedad chilena se ha relacionado con la sociedad mapuche, no son de ayer. Parten desde mucho antes de que se inventara la primera bandera chilena. Desde que los primeros españoles, antecesores de los chilenos, aparecieron en el horizonte de lo que hoy se llama Copiapó.

Confundiendo nuevamente la aritmética con la matemática, el gobierno de la compañera Bachelet nombra un ministro para resolver lo que llaman la problemática mapuche. Como si fuera un juego, suponen ministerios, parlamentos, cuotas, distritos, circunscripciones y metros cuadrados. No les cabe en la cabeza que la problemática es del estado chileno y que la solución vendrá del lado de los mapuche, que no son niños limítrofes a los que hay que llevar de la mano.

Tarde o temprano, levantamiento por medio, guerra por medio, los chilenos estarán obligados a ver al mapuche. No a suponerlo. No a mirarlo con un tronco al hombro, con los brazos cortados o lanzando bebés a los pies de los traidores.

La primera tarea que debería tener toda misión que se interne en territorio mapuche, sería la de ver.

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