lunes, 7 de septiembre de 2009

El poder y el sexo

Ricardo Candia Cares

Pocas cosas como el poder. A la manera de las drogas de moda, trastoca de tal forma la mente y el cuerpo que sus usuarios tienden a perder la dimensión de las cosas.
Transfigura la realidad y la dota de atributos descomunales. Hasta convencer a quienes lo poseen de ser invulnerables, intocables e inmortales. Menos, claro está, quienes lo sufren

Del poder, sus formas, efectos y recovecos se ha escrito mucho. De los que lo ejercen, de su misterio y su capacidad para transformar sus dueños y víctimas. De la existencia de quienes lo ejerzan, simétricamente con la necesidad de la existencia de quienes lo sufran. Como la mentira, según Homero Simpson: para que exista, son necesarios dos. Uno que miente y otro que cree.

El poder, como sabemos, tiene atributos inexplicables que lo transforman en un potente afrodisíaco. De cero sex appeal, a sex symbol, se llega sólo con poder. Es una cura milagrosa que transforma rasgos poco graciosos en características atractivas y originales. Trueca físicos esmirriados en originales configuraciones corporales y defectos hereditarios o adquiridos pueden llegar ser características especiales. Sujetos con desagradables carácteres, se vuelven personalidades singulares. Sólo si tienen poder.

El poder ilumina, seduce, rinde, estimula, sorprende, adormece, excita, corrompe, da vida y la mata. A pesar de su temporalidad, produce soledad y hastío. Mejora con el uso, pero sólo se perfecciona con su abuso. El poder se autogenera, se rearticula en forma automática cuando presiente alguna amenaza, dando vida a formas de organización impensadas, salidas de la nada.

El poder crea vida donde no la hay y el miedo es una sombra proyectada a sus espaldas, para recordar a cada paso que es su compañero inseparable. Y un disfraz que usa cuando la vía pedagógica de la norma no es suficiente.

El poderoso, el dueño o adminstrador del poder, es siempre un personaje. Mantiene en la boca un rictus que confunde: no se sabe si es odio o compasión. Hasta la manera de de sentarse de algunos nacidos para el ejercicio del poder resultan singulares. Abotagados, seguros de sí mismos, los brazos extendidos, las piernas abiertas, posiciones que en otros sujetos resultan reprochables, en ellos son un signo, una amenaza, una manera casi humana de dejar sentado el dominio del coto sin usar el meado.

Aunque todo poder es de derecha, los poderosos son amigos de todos. Mientras más ancha es la banda que cubre su espectro amistoso, de más poder disponen. Sus compadres y comadres son de todas las comisiones políticas. Por cierto, entre sus cercanos, están los presidentes y los secretarios generales de todos los patidos politicos. En sus celulares están los números más exclusivos de la plaza.

¿El poder nace o se hace? ¿Es igual el poder que nace del dinero, mal o bien habido da lo mismo, al que emerge de los corvos acerados, los cañones, los F-16 y los Leopard? ¿Se comporta con idéntica conducta el poder que se entrega mediante el voto de la ciudadanía, más bien que se regala sin ningún compromiso a casi los mismos personajes de siempre, que el que se cría con el miedo a la muerte en catedrales, parroquias, mezquitas y templos?

¿Será el poder perfecto una mezcla de todas las anteriores?

El poder tiene otra vertiente: el sexo. Pocas cosas con tanta fuerza. Ya sabemos los estragos que causa en el mundo animal el peso de las hormonas. Qué sensación más inigualable la de la legendaria practicante de la Casa Blanca, descubierta en felaciones presidenciales: el mundo entre sus dientes. Una buena huelga de piernas cerradas podría tener el efecto persuasivo que la razón no tiene y su aplicación podría evitar guerras y paces, según se necesite.

El poder tiene un curioso parecido con el sexo oral. Es cosa de ver. De los elementos que intervienen en su ejecución la mitad permanece a la vista de todo el mundo. Y la otra mitad no se ve, pero se sabe de su existencia. Muchos lo niegan. Sin embargo, llegado el momento de disfrutarlo nadie dice que no. Pareciera algo sucio, pero siempre hay medidas que permiten que su práctica, no lo sea tanto. Da la impresión de que es incómodo, pero siempre se encuentra la mejor manera de pasarlo bien en su ejercicio.

Las señales de su práctica, cuando quedan evidencias, siempre pueden ser explicadas de manera convincente, argumentando conductas inocentes que se le parecen pero que no son. El regusto amargo que se dice que deja en su final, es en verdad una metáfora para decir cómo se le extraña. Hay un sometimiento del otro, aunque no parezca. La fuerza, inseparable de todo poder, es dosificada según las circunstancias, pasando de la suave persuasión hasta la utilización de medios de mayor envergadura. Algunas personas son capaces de practicar uno, con tal de postular a una pequeña cuota del otro.

No se pude ejercer mediante terceros. Su uso es personalísimo y es imposible trasferirlo sin que no nos consuma el celo. O el miedo de ser suplantado por algún tercero que eventualmente lo haga mejor.

Igual que el poder.

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